Cada vez más palabras se van quedando retenidas en el atasco que crece en la base de mi cráneo, en sentido salida. Siguen residiendo en sus mismas casas, incluso la vía de entrada que tengo a esa compleja urbe que forma el vocabulario de cualquiera de nosotros está más despejada que nunca, y de hecho continúan llegando nuevos términos y expresiones al fondo de mi mente. En ese privilegiado lugar que todos tenemos, donde la crisis no ha llegado y las inmobiliarias tienen morada siempre para todo el mundo. Un sitio que cada uno riega a su manera y que es capaz de albergar más y más conocimiento. Un terreno de uso gratuito y ávido de encontrar nuevos residentes.
Las tormentas de la ELA no amenazan esas latitudes, pero en el camino de salida está el problema. Se encuentra cerrado por obras desde hace meses, y las retenciones son ya kilométricas, mientras los ingenieros que están al cargo diagnostican que el puente principal está abocado a acabar siendo cerrado por derribo.
Como en todo atasco monumental, los desvíos alternativos suponen un rodeo enorme que pueden llegar a superar incluso el tiempo que se invertiría en el atorado recorrido original. Aunque, eso sí, se cuenta con la ventaja de un viaje más relajado, con soltura en la conducción y sin más contratiempos que lo sinuoso del nuevo trayecto. Así, cada vez más palabras mías que salen de sus casas con el deseo de ser expresadas optan por bordear el inmenso atasco que les impide llegar al camino recomendado y más rápido: la autovía de la lengua. Aquella lujosa calzada de anchos arcenes y varios carriles que desemboca en el mundo de los sonidos, pasa por el peaje del oído ajeno y termina, mágicamente, en la que es su segunda casa, la mente del oyente.
Las palabras e ideas más aventureras se niegan a esperar horas al lado de un cartel amarillo y abollado que avisa del peligro de las obras cercanas. Conocen una vía más larga pero usada millones de veces. Se trata de seguir sentido sur hasta encontrar una bifurcación de carreteras secundarias. Según el cometido, tomarán la salida de la derecha o de la izquierda, para acabar en un camino de tierra que obliga a bajar la velocidad, hasta llegar a orillas de un lago blanco inmenso. En la punta de los dedos sufren una metamorfosis para pasar a ser símbolos, en un proceso artesanal, con diferentes técnicas, más lento y pausado pero con mayor perdurabilidad. A través de otro peaje algo más complejo, situado en el ojo ajeno, terminan en el mismo barrio que buscaban como destino cuando salieron de mi mente, pero su segundo hogar ya en la cabeza del receptor, aunque se parece al de siempre, no termina de ser el mismo. Ni nunca lo será.
Cuando me escuchan saben que tengo un problema
Escribir no es hablar. Con esta máxima de Perogrullo recalco de forma veloz la enorme adaptación que hay que hacer en la comunicación interpersonal cuando te golpea un síndrome como el que yo sufro. Y no solo por mi parte, la del emisor. Se trata de un proceso que requiere de otros, los receptores, que por supuesto también se ven obligados a esforzarse de otra manera.
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