En mitad de las intensas emociones que estamos viviendo los últimos meses, también hay un apartado más prosaico pero que necesita ser atendido con la misma importancia. Se trata de los diversos papeleos y trámites que conlleva un diagnóstico como el de esclerosis lateral amiotrófica. Ahora que están ultimados la mayoría de ellos, me apetece contar cómo he vivido este cúmulo de formularios, esperas, notificaciones oficiales y demás deberes y derechos ciudadanos con los que contamos.
Comencemos por el principio. La rutina médica a la hora de dar un diagnóstico de estas características aconseja que haya más de un médico en la sala en ese momento. Es totalmente lógico y sirve para reforzar tanto al profesional en ese complicado comunicado como al paciente y sus familiares a la hora de poder contestarles desde más puntos de vista las preguntas espontáneas que vayan surgiendo ante la fatal noticia.
En mi caso concreto, creo que ya conté que yo entré en aquella sala sabiendo perfectamente a lo que iba. El proceso de descarte de otras enfermedades se dilató durante semanas y era muy consciente en todo ese tiempo que, si las pruebas seguían saliendo negativas, al final la ELA sería la única respuesta para ese síndrome que me estaba afectando desde hacía más de un año. Así que digamos que ese momento de hacer firme mi enfermedad no supuso impacto importante en mí. Había tenido bastante tiempo para asumirlo en soledad ante el espejo y para irme preparando para todo lo que se avecinaba. Sobre todo, para dar a conocer la noticia a la parte de la familia y de los amigos que seguían de cerca mi dolencia y que ellos sí habían estado hasta ese día abrazándose a un clavo ardiendo.
Aunque tanto los médicos como Marta y yo sabíamos que todos ya conocíamos lo que había que saber a esas alturas, evidentemente era necesario ese encuentro ‘oficial’ para comunicar el diagnóstico. No hay que olvidar que para ellos tampoco había sido un proceso nada fácil, porque al fin y al cabo se trataba de los jefes y compañeros de Marta. Pero con la diligencia y saber hacer que le caracteriza, el doctor Miguel Moya, jefe del servicio de neurología del Hospital Puerta del Mar de Cádiz, nos transmitió, como correspondía, su certeza de que yo era un enfermo de ELA. Le acompañó para la ocasión Fernando Carmona, especialista de Cuidados Paliativos y, por tanto, curtido en esos complicados menesteres desde el punto de vista emocional.
Aprovecho la ocasión para decir que también cuento con la suerte de haber caído en este centro que, pese a ser de ámbito provincial y con otro tipo de carencias, sí cuenta con un protocolo avanzado para los enfermos de ELA, con seguimiento multidisciplinar para el día a día. Este es un complemento cercano muy útil más allá de los grandes servicios donde se buscan además respuestas a la enfermedad, como el del Hospital Carlos III de Madrid, con el que estoy en trámites de poder ser tratado de cara a ensayos médicos y atención más avanzada.
Leer entrada completa de Carlos Matallanas en El Confidencial